La Consciencia autoritaria y la Consciencia humanista

Por: Dr. Francisco Sosa

 

Resumen:

Para Fromm existen dos tipos de conciencias, la autoritaria y la humanista; las cuales fungen como legisladores morales, éticos y como sancionadores entre otras cosas; la consciencia autoritaria es la voz de una autoridad externa interiorizada que dicta mandatos y tabús y gobierna mediante la fuerza del temor y de la culpa -este tipo de conciencia la podemos encontrar en el superyó-; se le atribuye el derecho de mandar, recompensar y castigar; en el carácter autoritario encontramos cierta cantidad de sadismo y destructividad que obstaculizan los poderes del hombre.

La conciencia humanista es nuestra propia voz, en tanto seres humanos independientes de sanciones y recompensas externas. Es la voz de nuestro verdadero yo que nos invita a desarrollar las potencialidades humanas.

El estudio de estas consciencias nos ayudara a entender la forma en la que éstas interactúan, limitan y potencializa la productividad, el desarrollo y el crecimiento del ser humano

Para comenzar a abordar el tema de la conciencia y el del llamado del hombre a sí mismo, deseo plantear las siguientes cuestiones teóricas, existenciales y ético-morales: ¿Qué es la conciencia?, ¿es inherente la conciencia al ser humano?, ¿podemos escuchar la voz de nuestra conciencia?, ¿acaso hay buena conciencia y mala conciencia?, ¿la conciencia es algo individual o colectivo?, ¿la conciencia es una, o existen diversos tipos de conciencias?

El Dr. Erich Fromm, en su trabajo “Ética y Psicoanálisis” (escrito en 1947) plantea que la aseveración más soberbia que el hombre puede hacer, es la siguiente: “obraré de acuerdo a mi conciencia”; para entender esto, primero hay que hablar de la formación de la conciencia, la cual se desarrolla a partir de autoridades como pueden ser los padres,la Iglesia, el estado, la opinión pública, etc., estas autoridades son aceptadas consciente o inconscientemente como legisladores éticos y morales cuyas leyes y sanciones son interiorizadas. La conciencia funge como un regulador de la conducta el cual es más efectivo que el temor ante las autoridades externas; ya que si bien, uno puede escapar a dichas autoridades externas, no se puede escapar de sí mismo; es decir, de la autoridad interiorizada que forma parte de uno mismo.

¿Pero por que es soberbio afirmar que: “obraré de acuerdo a mi conciencia”?, para comprender el halo de soberbia en esta frase debemos de preguntarnos si se estaría obrando de acuerdo a la conciencia propia y auténtica, o a la conciencia socio-cultural; es decir, si se está obrando de acuerdo a la conciencia humanista, o a la conciencia autoritaria. Podemos apreciar que todo ser humano tiene dentro de si estas dos conciencias, ocupándose la conciencia autoritaria de la obediencia, el autosacrificio y el deber del hombre o del “ajuste social” de éste, a la vez que la conciencia humanista se ocupa de la expresión del interés propio y de la integridad del hombre.

Ahora bien, profundicemos un poco más en la conciencia autoritaria; ésta es la voz de una autoridad externa  -por ejemplo los padres, el estado, o cualesquiera que sean las autoridades de la cultura en cuestión- que ha sido interiorizada. Generalmente, el concepto que una persona tiene acerca de las cualidades de las autoridades externas difiere de sus cualidades reales; por lo que se vuelven cada vez más idealizadas haciéndose por lo tanto más aptas para ser re-interiorizadas

Para Freud (1985), la conciencia autoritaria era el superyó, respecto a lo cual, Fromm opina que éste sólo es una forma de conciencia o bien una fase preliminar en el desarrollo de la misma. Pero, ¿a partir de que está formado el contenido de la conciencia autoritaria?, ésta deriva de los mandatos y de los tabúes de la autoridad; su fuerza radica en las emociones de temor y de admiración a la autoridad; aquí podemos, distinguir dos clases de conciencia autoritaria: la conciencia tranquila y la conciencia culpable; siendo la primera la que tiende a complacer a la autoridad externa y a la interiorizada, produce un sentimiento de bienestar y de seguridad porque implica la aprobación de la autoridad; a diferencia de la segunda, la cual tiende a contrariar a la autoridad; produciendo temor e inseguridad a causa del miedo al castigo -si se obrase en contra de ella- y miedo al abandono; por lo que el sentimiento de culpa resulta no ser más que el temor que se tiene ante las autoridades.

Es pertinente echar un vistazo al carácter de la persona autoritaria; ésta ha encontrado seguridad interna al formar parte, simbióticamente de una autoridad vivida como más grande y más poderosa que la persona misma; su sentimiento de certeza y de identidad dependen de esta simbiosis, por lo que ser abandonado por la autoridad significaría ser arrojado al vacío y enfrentarse al horror de la nada; por lo que el amor y la aprobación de la autoridad le proporcionan la mayor satisfacción, prefiriendo el castigo que el abandono.  En la situación autoritaria, la ofensa primordial es la rebelión, ya que la desobediencia viene siendo el pecado capital, así como la obediencia vendría siendo la virtud cardinal; la obediencia implica el reconocimiento del poder y de la sabiduría superiores de la autoridad, su derecho de mandar, recompensar y castigar de acuerdo con sus propios decretos.  En la conciencia autoritaria, la misma productividad y afirmación de la voluntad del hombre le produce un sentimiento de culpabilidad reprimiendo sus propios poderes; estos sentimientos de culpa están arraigados en la convicción autoritaria de que el ejercicio de la propia voluntad y el poder creador constituyen una rebelión contra la prerrogativa de que la autoridad es el único creador y que el deber de los sujetos consiste en ser los objetos de ella.

Ahora bien, paradójicamente la conciencia autoritaria culpable se convierte en la base de una conciencia “virtuosa”, a la vez que la conciencia virtuosa; en caso de tenerla, crearía un sentimiento de culpabilidad.

La interiorización de la autoridad implica dos aspectos, el primero es que el hombre se somete a la autoridad y el segundo es cuando asume el papel de la autoridad tratándose a sí mismo con el mismo rigor y crueldad; es decir, el hombre se convierte no sólo en esclavo obediente, sino también, en el riguroso capataz que se trata a sí mismo como su esclavo. El carácter autoritario desarrolla cierta cantidad de sadismo y destructividad, la conciencia autoritaria se nutre de la destructividad contra la propia persona permitiendo a los impulsos destructivos obrar bajo el disfraz de la virtud. El bloqueo de la libertad dirige los instintos del hombre -de acuerdo con Nietzsche (1996)- “en sentido inverso, contra el hombre mismo. El odio, la crueldad, el deleite en la persecución, en las sorpresas, en el cambio, en la destrucción, el volver a todos estos instintos contra sus propios poseedores: éste es el origen de la <<mala conciencia>>”.

Tras estudiar la conciencia autoritaria de la clase media urbana, Fromm (1953) explica que, el problema decisivo de la neurosis radica en la autoridad paterna y en la forma como los niños reaccionan ante esta. El analista encuentra que muchos pacientes se sienten culpables y angustiados cuando expresan una crítica pertinente o un resentimiento contra alguno de sus padres. El sentimiento de culpabilidad en el niño se vincula, algunas veces con el hecho de no amar suficientemente a los padres, especialmente si estos esperan ser el centro de los sentimientos del niño; en otras ocasiones surge el temor de haber defraudado las esperanzas de los padres.

Respecto a la idea de que los hijos son traídos al mundo para satisfacer a sus padres, podemos encontrar una clara expresión de esto en el discurso de Creón sobre la autoridad paterna en Antígona; la tragedia de Sófocles (2005):

Eso es lo justo, hijo mío, estar dispuesto

en todo a respaldar a tu padre en sus disputas.

Por eso los hombres ruegan para criar y educar

en sus hogares una progenie sumisa-

que trate mal al enemigo y honre al amigo de su padre

como su padre lo hizo.

De aquel que tenga hijos no serviciales

qué otra cosa puede decirse sino que ha criado

penas para sí mismo

y ha hecho acopio de las carcajadas de sus enemigos.

Ahora bien, el hijo que se siente culpable e inferior por ser diferente a su padre y procura hacer de sí la clase de persona que su padre quiere que sea, sólo logra entorpecer el desarrollo de su propia personalidad y transformarse en una copia imperfecta de su padre; este fracaso le crea una conciencia de culpa, puesto que tiene la creencia de que debe igualar a su padre. Esta descripción de la familia autoritaria -de acuerdo a Fromm (1953)- no parece ser aplicable a la familia contemporánea Norteamericana de 1947 y en especial a la familia urbana, la cual tiene poca autoridad manifiesta; ya que en lugar de una autoridad manifiesta encontramos una autoridad anónima, expresada en términos de esperanzas muy cargadas de emotividad que reemplazan a los mandatos explícitos. A mayor abundamiento, los padres no se sienten autoridades, pero son, no obstante, los representantes de la autoridad anónima del mercado y esperan que los hijos vivan de acuerdo con normas a las que ambos -los padres y los hijos- se someten.

La autoridad, como legisladora, provoca que sus sujetos se sientan culpables por sus muchas e inevitables transgresiones estos sentimientos de culpabilidad crean una cadena interminable de ofensas, culpas y necesidad de absolución que conserva al sujeto ligado a la autoridad y agradecido por su perdón, sin que se atreva a criticar las demandas de dicha autoridad. La dependencia a la autoridad irracional produce un debilitamiento de la voluntad en la persona dependiente, y a su vez, todo aquello que tiende a paralizar la voluntad produce un aumento de la dependencia, formando así un círculo vicioso.

Fromm (1953) explica que: “El método más efectivo para debilitar la voluntad del niño es provocar su sentimiento de culpabilidad”. Si el niño no come, no se asea, o no hace lo que sus padres esperan de él, el niño es enjuiciado como “malo”; ya a la edad de cinco o seis años el niño ha adquirido un sentimiento de culpabilidad creciente a causa del conflicto entre sus impulsos naturales y la valoración moral de éstos por parte de sus padres y esto constituye en él, una fuente generadora de sentimientos de culpabilidad.

Como ya mencioné anteriormente, la autoridad manifiesta ha sido reemplazada por la autoridad anónima; es decir los mandatos directos “no hagas esto” han sido cambiados por “no te gustará hacer esto”; esta autoridad anónima puede ser de muchas maneras más opresiva que la autoridad abierta, ya que el niño ya no es consciente de ser mandado, así como ya tampoco los padres son conscientes de dar órdenes, por lo que el niño no puede luchar en contra de ello, ni desarrollar un sentido de independencia. La pérdida de su libertad es racionalizada como prueba de su culpabilidad y esta convicción aumenta el sentimiento de culpa inducido por los sistemas valorativos paternales y culturales.

La reacción natural del niño a la presión de la autoridad de los padres es la rebelión, la cual es la esencia del complejo de Edipo; respecto al cual, Erich Fromm, explica que al señalar el conflicto entre el niño y la autoridad paterna, y el fracaso del niño en resolver satisfactoriamente este conflicto, Freud (1985) tocó la raíz de la neurosis; sin embargo, también Fromm aclara que este conflicto no es suscitado primordialmente por la rivalidad sexual, sino que es el resultado de la reacción del niño frente a la presión de la autoridad paterna, la cual, en sí misma es una parte intrínseca de la sociedad de tipo patriarcal.

En tanto que la autoridad social y paterna tienden a quebrantar la voluntad, la espontaneidad y la independencia del niño; éste, al no haber nacido para ser quebrantado, lucha contra la autoridad representada por sus padres no solamente para liberarse de la presión, sino también por su libertad para ser el mismo; es decir, un ser humano completo y no un autómata. Las cicatrices dejadas en el niño por la derrota en su lucha contra la autoridad irracional se encuentran en la base de toda neurosis, forman un síndrome cuyos rasgos más importantes son: el debilitamiento o parálisis de la originalidad y espontaneidad de la persona, el debilitamiento del Yo, y su sustitución por un pseudo-yo; en el cual, el sentimiento de “yo soy” se encuentra embotado y reemplazado por la experiencia del Yo como la suma total de las esperanzas de otros. El síntoma más importante de la derrota en la lucha por uno mismo es la conciencia culpable. Si el individuo no tiene éxito en escapar de la red autoritaria, el frustrado intento de evasión vendría siendo prueba de culpabilidad, y sólo por medio de una sumisión renovada puede ser recuperada la “tranquilidad de conciencia”.

Ahora bien, tras haber expuesto algunas características de la conciencia autoritaria, hablaré ahora de la conciencia humanista;  la conciencia humanista no es la voz interiorizada de una autoridad a la cual estamos ansiosos por contentar y temerosos de contrariar; la conciencia humanista es nuestra propia voz, la cual está presente en todo ser humano independiente de sanciones y recompensas externas.

La conciencia juzga nuestro funcionamiento como seres humanos, la conciencia es el conocimiento de uno mismo, el conocimiento de nuestro éxito o fracaso en el arte de vivir. Las acciones, pensamientos y sentimientos que conducen al funcionamiento correcto y al despliegue de nuestra personalidad total producen un sentimiento de aprobación interior, de “rectitud”, característico de la “buena conciencia humanista”; esto difiere de cuando estas acciones, pensamientos y sentimientos son nocivos a nuestra personalidad total, produciendo un sentimiento de incomodidad y desconsuelo característico de la “conciencia culpable”.

La conciencia es la voz de nuestro verdadero Yo que nos vuelve a reconciliar con nosotros mismos para vivir productivamente, para evolucionar con plenitud y armonía; es decir, para que lleguemos a ser lo que somos potencialmente. Es el guardián de nuestra integridad, es la “aptitud para garantizar el propio Yo con todo el orgullo debido y, al mismo tiempo, también para decir sí a uno mismo”. Por lo que invalidarse a uno mismo     -convirtiéndose en instrumento de otros, no importa cuán dignificados se les haga parecer-, resignarse y desalentarse, está en oposición con las exigencias de la conciencia de uno; toda violación de la integridad y del correcto funcionamiento de nuestra personalidad ya sea respecto al pensar y al actuar, así como a cuestiones tales como el gusto por la comida o la conducta sexual, es obrar contra la conciencia de uno.

El objetivo de la conciencia humanista es la productividad y, por consiguiente, la felicidad, ya que la felicidad es el concomitante necesario del vivir productivo.

Algo sumamente importante es aprender a escuchar la voz de nuestra conciencia, pero… ¿por qué es tan difícil para el hombre escuchar dicha voz? esto se debe –de acuerdo a Fromm- principalmente a dos razones, la primera es que debemos ser capaces de “escucharnos a nosotros mismos”, lo cual resulta sumamente difícil ya que prestamos atención a cualquier otra voz o a cualquier otra persona pero no a nosotros mismos a causa de la enajenación de las películas, periódicos, radio, etc.; la otra razón es que este difícil arte requiere de otra facultad que raramente se encuentra en el hombre moderno; ésta es la capacidad de “estar sólo con uno mismo”. Prestar atención a la débil e indistinta voz de nuestra conciencia también es difícil, ya que ésta nos habla indirectamente; esto es, podemos sentirnos angustiados, o enfermos por una gran cantidad de razones que aparentemente no tienen ninguna conexión con nuestra conciencia, pero que en realidad nos está susurrando al oído que algo anda mal… cabe mencionar que la más frecuente reacción indirecta que nos advierte que nuestra conciencia está siendo descuidada, es un vago y poco específico sentimiento de culpabilidad e incomodidad, o simplemente un sentimiento de fatiga o desinterés; aunque si el genuino e inconsciente sentimiento de culpabilidad llega a ser demasiado intenso para ser silenciado por racionalizaciones superficiales, éste se manifestará en angustias más intensas y profundas y aún en enfermedades físicas y mentales.

Una forma de esta angustia es el temor irracional a la muerte, el cual se relaciona con el temor a envejecer y a la decadencia de las llamadas “cualidades juveniles”, como son la rapidez, la adaptabilidad, el vigor físico, etc.) requeridas en un mundo orientado al triunfo competitivo más que al desarrollo del carácter del individuo; la decadencia de la personalidad en la vejez es un síntoma; ya que es la prueba del fracaso de no haber vivido productivamente; el temor a envejecer es la reacción de nuestra conciencia frente a la mutilación de nosotros mismos.

Otro temor, que así como el miedo irracional a la muerte y a la vejez expresa significativamente el sentimiento de culpabilidad inconsciente, es el temor a la desaprobación; el hombre moderno quiere ser aceptado por todos y por esta razón tiene el temor de diferir del patrón cultural; si el hombre no puede aprobarse a sí mismo porque ha fracasado en la tarea de vivir productivamente, debe sustituir la auto-aprobación por la aprobación de otros.

Como hemos visto, el hombre puede hacerse insensible a la voz de su propia conciencia, pero hay un estado de existencia en el cual fracasa esta indiferencia; este estado de existencia es el sueño, el cual suele ser la única ocasión en la que el hombre no puede silenciar a su conciencia; pero aquí la tragedia radica en que cuando percibimos la voz de nuestra conciencia (en el sueño) no podemos actuar, y cuando somos capaces de actuar olvidamos los conocimientos adquiridos en nuestra experiencia onírica.

La conciencia autoritaria y la conciencia humanista no se encuentran separadas ni son mutuamente excluyentes una de otra; al contrario, todo individuo posee ambas conciencias; lo importante es poder distinguirlas y entender su interrelación. Una forma de interrelación entre la conciencia autoritaria y la humanista es que los contenidos de sus normas pueden ser idénticos, y al mismo tiempo diferir en la motivación de su aceptación; por ejemplo los mandatos de no matar, no odiar, no codiciar y el de amar al prójimo son normas tanto de la ética autoritaria como de la ética humanista. Otra forma de relación entre ambas conciencias es la que encontramos en los sentimientos de culpa, los cuales a menudo se experimentan conscientemente en relación a la conciencia autoritaria, aunque en el terreno inconsciente se pueden encontrar arraigados en la conciencia humanista; es decir, una persona puede sentirse culpable –a nivel consciente- de no complacer a las autoridades, mientras que a nivel inconsciente se siente culpable por no haber vivido de acuerdo con sus propios y auténticos deseos.

Por motivos de tiempo, no me es posible realizar una revisión más extensa de estos temas; sin embargo, no me gustaría terminar este trabajo sin antes remarcar la actualidad de las ideas y los conceptos desarrollados por Fromm en relación al tema aquí expuesto, ya que no solo explica qué es la conciencia, cuál es su naturaleza, y cuáles son los diferentes tipos de conciencias a un nivel individual; sino que va mas allá, estudiando la intima relación que la conciencia tiene con el factor socio-cultural; y advirtiendo el peligroso cambio que ya presentaba la conciencia autoritaria hace 62 años, el cual, al día de hoy no solo es sumamente vigente; sino que en mi opinión, se ha propagado e intensificado exponencialmente.

Y finalmente, también deseo remarcar la importancia que tiene conocer, desarrollar y escuchar a nuestra propia conciencia humanista; así como también, deseo extender una invitación a la reflexión individual y social acerca de cómo podríamos, cada uno, buscar el desarrollo y la trascendencia de la conciencia y de la ética humanista a un nivel personal, familiar, social, nacional y cultural.

Bibliografía:

–       Freud, S. (1985). El yo y el ello (1923). En: Sigmund Freud Obras Completas. Tomo XIX. Argentina: Amorrortu.

–       Fromm, E. (1953). Ética y psicoanálisis. México: Fondo de Cultura Económica.

–       NIETZSCHE, F. (1996). La genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial

–       Sófocles, (2005). Tragedias completas. España: Ediciones Catedra

 

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